El foco de inicio es denominado hipocentro y se puede situar a diferentes profundidades, localizándose los más profundos incluso a 700 kilómetros. A partir de este foco, la energía se libera en forma de ondas, que se generan y propagan en todas direcciones de manera concéntrica, llegando al epicentro, que es el punto sobre la vertical más cercana a la superficie, donde llegan con la máxima intensidad. Son especialmente frecuentes cerca de los bordes de las placas tectónicas que constituyen la corteza terrestre o litosfera. Las ondas sísmicas son, por tanto, ondas de propagación, porque transmiten la fuerza que se genera en el foco sísmico hasta el epicentro en proporción a la intensidad y magnitud de cada sísmo.
Los terremotos pueden ser de diferentes tipos: aquellos que pueden ocurrir debido a erupciones volcánicas, como resultado de rápidos movimientos de magma, colapso de cavidades magmáticas o fisuramiento de las mismas durante el ascenso del magma por un dique o de la chimenea de un volcán; también aquellos que se producen por grandes deslizamientos de tierra; los hay por desplazamientos bruscos de roca durante trabajos de extracción minera, es decir, provocados por el hombre, pero los más importantes, tanto en términos de tamaño (magnitud) como en número, son los terremotos tectónicos. Estos últimos son causados por un rápido deslizamiento que tiene lugar en las fallas geológicas o bien por un deslizamiento repentino en las zonas de contacto entre dos placas tectónicas.
Hay varios parámetros cuantificables en los temblores. Está la magnitud, que describe el tamaño del terremoto, expresado en cantidad de energía liberada. La magnitud está referida en la escala Richter, de forma que cada incremento de una unidad, se libera 33 veces más de energía. Esta liberación puede depender de la ruptura de la falla o de la propagación del movimiento.
También es cuantificable la intensidad, como los efectos del temblor o la extensión de los daños en un área específica. La intensidad depende de la magnitud del seísmo y del tiempo de vibración, es decir de la cantidad de energía liberada, así como de la distancia de la zona afectada al epicentro o las características geológicas de la zona.
Para medirla se utiliza la escala de Mercalli, que tiene 12 categorías de intensidad de movimiento, expresadas en números romanos. Esta escala posee como inconvenientes su subjetividad, porque depende de la interpretación personal y de la calidad en las edificaciones de la zona afectada. El instrumento más conocido de medición de sísmos es el sismógrafo. Este aparato mide las vibraciones producidas por un terremoto, como la hora y la localización del epicentro, así como la magnitud y la profundidad.
Unos son péndulos verticales de gran peso, que inscriben el movimiento por medio de una aguja o estilete, sobre un papel ahumado. Otros son horizontales y al oscilar por la sacudida sísmica trazan un gráfico con una aguja sobre un papel ahumado arrollado a un tambor o cilindro que gira uniformemente. El gráfico o sismograma puede también registrarse mediante un rayo de luz que incide sobre un papel fotográfico, en el cual van marcados los intervalos de tiempo por horas, minutos y segundos.
Otros son péndulos invertidos llamados astáticos, constituidos por una gran masa, que permanece inmóvil, apoyada sobre un vástago. No se puede saber cuando se va a producir un temblor, ya que la predicción sísmica es una meta a largo plazo y, evidentemente, tampoco se pueden modificar las características de este fenómeno natural. Sin embargo, se considera una predicción sísmica formal a aquélla en la que se indica el tiempo de ocurrencia, el sitio de ocurrencia y a qué profundidad y, la dimensión o magnitud del evento por ocurrir, incluidos todos estos parámetros con una indicación del error en cada valor dado. El tiempo de ocurrencia generalmente se proporciona como el intervalo más probable de que ocurra el acontecimiento. Además, se deben especificar los métodos empleados y la justificación científica de su empleo.
En consecuencia, la protección de vidas y bienes, debe estar enfocada hacia la reducción de la vulnerabilidad. Esto quiere decir que previamente debe evaluarse el probable nivel de peligro sísmico, reconocer los terrenos que por su naturaleza y origen son más susceptibles a efectos locales de amplificación de ondas y de deslizamientos, asentamientos y licuefacción de suelos, evitando en lo posible emplazar allí poblaciones e infraestructura crítica; construir edificaciones e instalaciones resistentes a las fuerzas de las vibraciones sísmicas (refuerzo de las existentes, diseño y construcción sismorresistente, redundancia en sistemas de líneas vitales); educar hacia el comportamiento defensivo durante y después de terremotos y preparar los sistemas de comunicaciones de emergencia que sirvan para mejorar la capacidad de socorro y rehabilitación en caso de un terremoto.
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